Abraham reúne, como pocos artistas en el arte joven caribeño, procedimientos del primer modernismo y la vanguardia histórica, con elementos vivos de la vida artística contemporánea, es decir de las postvanguardia y también, aunque en menor medida, de esa zona transvanguardista, salvaje, naive, del postmodernismo, sobre todo europeo e italiano de los ochenta.
La tendencia a construir atmósferas sugestivas, a fabricar lenguajes que buscan la unidad constelativa de cada parte en el todo, a producir sensaciones de armonía, recuerda a un espectador «puro», deseoso de establecer una relación de identidad con la obra. Uno recuerda escritores modernistas de la literatura como Thomas Mann, James Joyce, o Hermann Hesse, quienes trabajas la obra de arte como una estructura autónoma, como una trama sagrada en la que cada elemento era el fragmento o la huella de una evocación pentagramal del cosmos, quienes realizaban la obra como una «caja de sentido» capaz de simular las estructuras esenciales del universo en el espacio interno de las piezas.
Estoy pensando en obras como El Juego de los Abalorios cuyos secretos habían de originarse en la matemática universal y en la música. Estoy pensando en obras como el Fausto cuya estructura estaba basada en una sinfonía. En obras cuyo repertorio partía de la idea de que, entre percepción y realidad existía una relación necesaria y que las obras de arte captaban lo más elevado de esa síntesis metafísica.
Las obras de Abraham, desde el punto de vista estructural, recuerdan ese tema, esa fascinación con el conjunto, que nos devuelve a una mirada exclamativa y un asombro moderno.
Una vez descubiertos los significantes en la historia del arte, la pintura informal se volvió «lingüística», consciente de su artificio retórico, de sus estratagemas ambientales, de su capacidad, de su capacidad de seducción. La obra de Abraham va a recuperar también esta nueva alusión al instante, a la fugacidad, al fragmento recordándonos esa pintura del tiempo gestual, donde los signos funcionan como un indicio, como la huella de una subjetividad que pasa y deja plasmada su insignificancia, su efímera oportunidad.
Recorriendo no ya lo que podríamos llamar la proxémica de la obra, sino haciendo una genealogía de los ritos psicológicos que la construyen, uno reconoce ciertos elementos del salvajismo transvanguardista de los ochenta, de todo ese retomar de la pintura post-conceptualista. Hay en sus obras un dejo naive, un cierto desenfado, una cierta retirada de la pintura como «puesta en escena» de los signos para retomarla como lugar de un cansancio generalizado, de un espacio en el que los signos canónicos están en fuga y dan paso a energías de la imaginería cotidiana. Estamos hablando de cierto tratamiento desprejuiciado con el canon de la pintura de la incorporación de «formas malas» de algunas partes de la obra.
En el contexto en el cual se cree que pintar bien es dominar en abstracto la artesanía, el trabajo de Abraham, nos plantea que no existe virtuosismo en abstracto, que un obra lograda es una que sincroniza cada mancha, cada gesto y cada solución, como respuesta a problemas antropológicos. Su obra conforma el dibujo de una «arquitectura perfecta», y esto es algo que los separa radicalmente del resto de neoexpresionismo y el expresionismo abstracto venezolano. Su trabajo es antiacadémico y no esconde esa reminiscencia tardía provinciana en algunos casos de otros autores informales venezolanos.
Sin lugar a dudas y me arriesgo a decirlo con convicción, estamos frente a uno de los talentos mejores edificados del arte emergente venezolano, alguien de cuyas contradictorias paradojas estoy seguro que extraeremos el aporte de nuevas metáforas a los rumbos venideros del imaginario simbólico de las artes plásticas venezolanas.
Abdel Hernández
Investigador Cultural
Febrero de 1995