«La Nueva Roma de Abraham Gustin»
(Fundada sobre «Soñando Caminos» de Francisco Morales Padrón).

Hay ciudades americanas con nombres como Puerto de la Cruz, Mérida o Valencia. Venezuela la pequeña Venecia es un país de palafitos en el lago de Maracaibo. También en Europa hay más de una Venecia y más de una Roma. La Nueva Roma del Siglo de Oro no estaba en Italia sino en Sevilla, ciudad que tanto añoraba en el XVII Rodrigo Caro – en cuya calle nací -, un hombre docto y erudito, vinculado al círculo intelectual del pintor Pacheco y un humanista, según Menéndez Pelayo, «al que una inspiración casi fatal le hiciera poeta en el único género que podía serlo»: la antigüedad, el mundo clásico.
Por esa relación nacen dos tipos de valencianos, ciudad, por cierto, hermana de Sevilla, cada cual con su doble trasatlántico, en el remoto continente de la nostalgia.

Viví mi infancia entre «infinitos atardeceres contemplados desde la azotea» y la «estampa del magnolio – que atraía a Cernuda – en el barrio de Santa Cruz, imagen para él de la vida. Porque el poeta anhelaba, como aquel árbol del barrio antiguo y estrecho, vivir apartadamente, florecer sin testigos y consumarse en su propio ardor dando flores puras».
Una vida que mi padre en su juventud pudo contemplar, lívido como la flor del árbol, al derrumbarse sobre él el muro que la contenía en el Callejón del Agua, y aparecer de repente un grupo de magnolios de sobrecogedora presencia.
Tal vez, Abraham mi alteridad correspondiente en ese otro lugar del que nada sé, excepto que sus gentes hablan como palmas abiertas, viviera también la tibieza prolongada de esos atardeceres inmóviles y respirara el mismo aire amable que Cernuda en su muerte mejicana, añoranza del que le llegara por sorpresa en otra ciudad «…como no respirado por otros todavía» decía con nostalgia el poeta.

Me apellido Dopazzo, y en la ciudad de la que vengo se tenía marcado a los gallegos con la estrella judía de su blusón oscuro. Hasta el más modesto sevillano podía comprar la profesión más dura del hombre y cargar sobre su espalda el peso que no le tocaba llevar. Aquellas vidas se fueron bajo cuerdas y baúles de otros, de los que van y vienen en las bulliciosas estaciones.

Un viaje por el aire, de azotea en azotea y de un Santa Cruz a otro, me trajo a este lugar «que no sabe vivir sino abierta y confiadamente», decía Cioranescu, y por amor me volví isleño. Antes que yo, otro Serafín gallego se volvió argentino, doblemente argentino y allí sigue, disuelto y volátil por no haber encontrado un hijo que cargara con su memoria.
Hace veinte años, y estando en Sevilla saludé emocionado en el aeropuerto a Don Francisco Morales Padrón. El esperaba viajar a Canarias con un ramo de rosas amarillas para su madre, las misma que prefiriera el poeta y novelista Miguel Angel Asturias, » un hombre que no repudió ninguna de sus sangres». Yo iba acompañado de mi madre y de Cirilo Leal en cuya alma llanera me reflejaba y que vive ahora amainada bajo la protección del rumoroso dios de las abejas, el dios arcaico del hierro, que también nos descubrió este hondo intelectual y poeta canario, de conocida vocación americana, que es Don Francisco.

Ahora es Abraham Gustin quien recala en su viaje desde la otra parte del mundo, ha venido a conocer las almas gemelas que tiene repartidas por el archipiélago.

Sin saberlo, se aloja en Tacoronte, el lugar donde pasó Roma una temporada invitada por el también pintor Oscar Domínguez, pianista polaca que luego sería asesinada por los nazis. Trae recuerdos de la Roma clásica, pero no la de la piedra blanca y latina sino de la barriada analfabeta y lúbrica por la que se perdieron santos y poetas.
Es probable que Abraham, en otro tiempo haya hecho ya este viaje, pero en sentido inverso, y fundado allá una nueva Roma americana, tan real como los columbarios luciferinos que imaginó Fellini, tan clara como la premonición que circula por Gustin y que ya, sin tiempo, pinta.

Noviembre 1998. Serafín Dopazzo.
Entrecomillados de Francisco Morales Padrón.